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Andoni Nieto/ Cinco Días | |||
Y con un ojo pendiente del reloj, porque si se sobrepasa la hora asignada para el despegue tendríamos que pedir una nueva, y en un mes de agosto pude
significar una gran espera que retrasaría los siguientes vuelos que tenemos asignados. Eso nos supondría empezar a escribir informes a la dirección de la compañía para justificar nuestro descenso personal en el ranking de puntualidad. Estas son algunas de las cosas que todo piloto de cualquier aerolínea española debe hacer antes de iniciar un vuelo. Siempre corriendo, sujeto a la tensión del programa comercial y a la fluidez del tráfico. Desdoblando tareas con el copiloto para no perder el turno de despegue. Escribiendo informes para justificar nuestras actuaciones con el fin de preservar la seguridad, que a veces generan demoras y sobrecostes derivados por estas. Hay compañías que programan hasta 25 minutos como tiempo de escala en los que se debe rodar después de aterrizar al aparcamiento, desembarcar el pasaje de llegada, cargar combustible, revisar el avión, embarcar nuevos pasajeros, hacer los chequeos de seguridad, calcular los datos del nuevo despegue, poner en marcha los motores, rodar a la pista de despegue y por fin despegar dentro del margen de tiempo asignado. Esta es la aviación de nuestros días, en la que nadie disfruta a bordo ni está dispuesto a pagar ni un solo euro de más por un servicio que no le va a hacer feliz. Un servicio en el que no se percibe la calidad; simplemente se valora la ecuación horario-precio. En el que las decisiones de compra del billete se toman por diferencias de escasos euros o de horarios programados imposibles de cumplir. Y de vez en cuando nos vemos alterados por una noticia impactante. No prevista en el programa y que conmociona un país, mientras el caos propio de una emergencia provoca retrasos en los siguientes vuelos con el consiguiente enfado de los pasajeros que no saben a qué hora van a despegar. En la tarde del miércoles, a todos se nos paró el corazón con la que es, sin duda, la tragedia aérea más desgarradora de nuestra historia reciente. Desgraciadamente, sólo nos preocupamos por los accidentes según el grado de tragedia que conllevan; nadie recuerda el accidente de Quito de Iberia el pasado 9 de noviembre ni el de Air Europa el 28 de octubre en Katowice (Polonia). Y todo, sólo porque no ocasionaron fallecidos. Tampoco parece que aprendamos nada de ellos. Las víctimas demandan una mayor atención para el accidente. Así, mientras los psicólogos se encargan de los familiares de los pasajeros afectados y los equipos de rescate se centran en encontrar la caja negra para determinar las causas y así relajar la ansiedad social ante la tragedia. Es entonces cuando puede caerse en la tentación de buscar una explicación cuanto más sencilla mejor, para poder crucificar al culpable rápidamente y, de esta manera, restablecer la tranquilidad, mientras todo sigue igual. Pendientes del precio del petróleo, de los absurdos controles de seguridad para acercarse a un avión y de las repetitivas crisis y fusiones de las compañías aéreas. Los pilotos seguiremos corriendo para no perder el turno de despegue, nuestros jefes continuarán requiriéndonos hacer informes en nuestros escasos días libres para justificar retrasos, los pasajeros seguirán comprando los billetes más baratos y todos enfadados si se produce demora. Algo estamos haciendo mal en la aviación, cuando nuestros clientes no valoran el servicio que les damos. Cuando los trabajadores tenemos que recurrir a las huelgas con demasiada frecuencia. Cuando los accionistas no acuden a invertir ante las oportunidades que se presentan, o cuando los mercados sobrevaloran a compañías sin capacidad de hacer una operación sólida, en detrimento de las que sí lo saben hacer. Algo estaremos haciendo mal cuando todas las Administraciones del Estado quieren gestionar los aeropuertos y ninguna quiere gestionar la operación aérea, pese a su capacidad de vertebración territorial y de su capacidad para generar riqueza a su alrededor. Nuestra industria nacional se limita a la antigua Iberia camino de hacerse británica, a Air Europa en el tráfico vacacional, a lo que salga de la fusión entre Vueling y Clickair, así como a la hoy tristemente famosa Spanair propiedad del grupo SAS cuyo principal accionista son los Estados escandinavos. Flaco panorama para un país que se enorgullece de ser una potencia y más que flaco si, en lugar de unirse todos los actores de nuestro sistema de transporte aéreo para mejorar la seguridad e impedir que suceda otro accidente, nos centramos únicamente en la búsqueda de responsables a los que cargarles la culpa del accidente. Salvar Spanair debiera pasar a ser una prioridad para las autoridades, porque en sus años de existencia ha demostrado una gran solvencia técnica, juntando a un magnífico equipo de profesionales que han sido un contrapunto a Iberia, contribuyendo a democratizar el uso del avión. Spanair con su buen grupo de profesionales, sus slots y su flota de aviones, es una apuesta de futuro segura, si se la apoya desde las instancias adecuadas, poniendo a su frente a unos accionistas y directivos realmente involucrados en su futuro. Salvar Spanair debiera ser una prioridad, y analizar las causas profundas de esta clase de accidentes debiera ser un compromiso por parte de nuestras autoridades. Es ahí donde cada uno recibirá su paquete de responsabilidad, y, por supuesto, no todos serán excelentes profesionales, debiendo incidir en que la seguridad demanda una gestión integrada en el plan de negocios de cualquier aerolínea, siendo directo responsable de ella el gerente responsable del certificado de operación aceptado por la Dirección General de Aviación Civil (DGAC). Mientras tanto, los pilotos seguiremos con nuestras prisas, los pasajeros con sus enfados, los guardias de seguridad seguirán desnudándonos al ir a embarcar un avión y cada día sentiremos que algo estamos haciendo mal. Andoni Nieto. Ex presidente del Sepla (Sindicato Español de Pilotos de Líneas Aéreas) |